domingo, 18 de abril de 2010

Luis Candelas

(1806-1037)

Era el Don Juan de los arrabales: bien parecido, nariz poderosa y dientes blancos. Compartió amante con Fernando VII. Sus contactos con la Corte le permitían salir de la cárcel. Tenía doble personalidad: indiano adinerado de día, truhán de noche. Fue condenado a muerte, acusado de más de 40 robos.
Aunque la imaginería afrancesada presente a Luis Candelas con los avíos propios del bandolero de Sierra Morena, pertenece por completo al ámbito de la delincuencia urbana, área de Madrid. Su popularidad y su majeza han llevado a muchos a imaginarlo al frente de una partida de bandoleros, todos con catite, trabuco y punta de veguero en la zona siniestra del belfo, avizorando en la lejanía a una diligencia que se interna desprevenida en Despeñapperros. No hay tal. Candelas y su banda eran de extracción genuinamente gata, material del Foro, madrileños del Avapiés, que es como decir el alma de la capital de España. Y si bien con este príncipe del latrocinio puede decirse que la delincuencia ibérica abandona la tradición del merodeo por mercados facilones y por usureros en quienes un robo es casi justicia, instalándose plenamente en la modernidad, es también cierto que el personaje estuvo a la altura de su época y de su leyenda.
Nació en 1806, en una carpintería, hijo tercero de un matrimonio como el de Nazaret, aunque con el marido más cerca de San José que su cónyuge de la Virgen María. Vivían sin agobios y con cierto rumbo dentro de la idiosincrasia del barrio, así que lo desasnaron mandándolo a los Estudios de San Isidro, pero se dice, ahí empieza la leyenda, que a cierta bofetada de un clérigo que le daba latines respondió Luisito con dos, bofetones eminentemente laicos, y fue expulsado del colegio en represalia. Siguió siendo, sin embargo, bastante buen lector y aplicó la técnica folletinesca a su obra y a su vida, que son una misma cosa en el delincuente profesional.
Robó pronto, robó mucho y era un jaque de postín, pero tenía el prurito de no despenar al prójimo y no hacerle daño más que en la bolsa. Corrían los tiempos de Fernando VII, y esa lenidad en el castigo estaba muy mal vista, así que tenía que alternar la piedad con los robados y la de Albacete con los que pedían sangre. Un par de duelos triunfantes dejaron a Luis Candelas en un puesto indiscutido dentro del escalafón de amigos de lo ajeno. Bien parecido, con nariz poderosa, dientes blancos y tirando a cuadrado a pesar de no ejercer oficio de esfuerzo físico, era el Don Juan de los arrabales, el Casanova de la chulapería.
Tres mujeres marcaron la vida de nuestro personaje, que en el cheli de Avapiés podrían haberse llamado La Víctima, La Traviata y La Ruina. Ruinosa fue la última, que le llevó con dengues al cadalso. Víctima, la única legítima, Manuela Sánchez, con la que se casó en un Carnaval y a la que abandonó en Navidades en mitad de Zamora y con una nevada tremenda, todo en 1827. La extraviada que lo orientó se llamaba Lola y era hija de una hembra muy pública del barrio llamada La Tirazones. Había concebido a Lola fuera del matrimonio aunque no de la Iglesia, porque fue con un clérigo. Lola anduvo con un aguador de la Fuente del Berro llamado Perico Chamorro, que con el nombre de don Pedro Collado acabó de íntimo de Fernando VII, y éste de Lola. Como vendía naranjas le llamaban La Naranjera. Y el novio de su amiga Paca, que era Candelas, también degustó el cítrico, aunque en secreto.

Era aquel Madrid de los años 20 del siglo pasado un hervidero de intrigas políticas, liberales contra absolutistas, constitucionales contra fernandinos, aristócratas y militares confraternizando con la delincuencia; la gente del bronce, en fin, a medias con el clero bajo y las camarillas de la Corte. Después del Trienio Constitucional, ahorcado el infeliz Riego, huéspedes del garrote vil guerrilleros muy famosos y héroes civiles de la Guerra de la Independencia, instalada en la machacada España una inmensa guarnición francesa para cuidar las espaldas del tirano Fernando VII, se vivió durante una década, con razón llamada Ominosa, un terror político casi absoluto. La delación se convirtió en religión de pago y el exilio en vía de perfección al limbo.
Maestro en la graduación represiva, experto en amedrentar mucho con más crueldad en la forma que en el número, el Rey Felón se complacía en pasar las noches en los tugurios flamencos, conciliando la monarquía intangible con la liviandad mercenaria. Era uno de sus ministros secretos, destacadísimo en la Camarilla, el citado aguador Perico Chamorro, que procuraba al inquilino vitalicio del Trono mujeres de tronío para compensar los achaques del Rey, viejo prematuro y tan aparatosamente dotado por Venus como corto en su plenitud vital, que antes de los cincuenta era recuerdo.
Entre las amantes fijas del Rey se hallaba Lola La Naranjera, hembra de rompe y rasga, habitual de las tabernas del Cuclillo y Traganiños, que andaba enamoriscada de nuestro hombre. Esa vertiente tabernaria de la Corte le propocionó al ladrón amigos importantísimos que lo sacaban de la cárcel tan pronto entraba. Así escapó de la Cárcel de Villa cuantas veces quiso y hasta de una cuerda de presos camino de Ceuta, condenado a 14 años de presidio, en menos de 24 horas. Pero Candelas no era tonto y seguía las vicisitudes políticas. Veía a los liberales pasar del exilio al Poder y al patíbulo; y a los absolutistas, tragar y devolver la Constitución, así que decidió adaptar la doble vida del ladrón de guante blanco a las exigencias modernas de bipartidismo. Se fabricó una personalidad diurna y respetable, la de un indiano adinerado, don Luis Alvarez de Cobos,

Hacendista en el Perú, atildadísimo siempre, teñido de rubio, con las largas patillas convertidas en barbita apuntada y gafas doradas de concha. Decía pretender este caballero lo que tantos en la Corte, arreglar una herencia americana, y como liberal escondido se apuntó a una logia masónica. Lo normal.

Pero por la noche, cuando debía juntarse con los de su banda -Paco El Sastre, Baseiro y los hermanos Cusó-, salía por la puerta de atrás de su casa de la calle Tudescos, número 5, que daba a un callejón oscuro, convertido en el rey del hampa y ataviado para la ocasión: moreno, con patilla ancha y flequillo bajo el pañuelo adamascado, calañés, faja roja, capa negra, calzón de pana y calzado de mucho tirar. Ya no fingía acento de Lima sino que acentuaba el legítimo del Avapiés y pasaba de la Lola, la amante del Rey, a la Paca, su compañera de correrías, sin dejar de lado a una Doña Mari-Alicia, aristócrata ricachona y aventurera que a su vez era amante del donjuán de los conspiradores liberales, Don Salustiano Olózaga. En medio de tanta confusión de lechos es milagroso que la policía del siniestro Marqués de Viluma tuviera capacidad de dsitinguir a los enemigos del régimen, pero lo hacía. Así cayeron Olózaga y el librero Miyar, mientras el Rey decaía irreversiblmenete en su lecho legal, pero con ánimo de llevarse por delante a los que pudiera.

Ahí es donde Luis Candelas alcanza su punto de gloria. Encarcelado por sus cosas pero dueño de los pasillos de la cárcel, descubre a un escribano masón al que conoce de la logia, organiza con Mar-Alicia y José de Olózaga una conspiración al minuto y poco antes de que lo ahorquen, saca de la celda al condenado. A la puerta, Olózaga dice al ladrón que lo acompañe, pero Candelas se niega, porque ha dado palabra de quedarse dentro. Olózaga dice que no se va sin él; Candelas, que se queda. En la discusión sale una punta de carceleros que estaba jugando a las cartas y se lían todos a trabucazos en el patio de la cárcel. Olózaga salva su vida tirando monedas de oro a los esbirros mientras amenaza con la pistola y grita: -¡Onzas y muerte llevo!

Ante el argumento, todos ceden. Huye Olózaga y Candelas se queda en la trena, sólo un par de días. Ya es leyenda. Pero dos cambios acarrean su desgracia. Por primera vez se ha enamorado y de una niña bien, Clarita, de familia honesta, clase media, dispuesta a que la niña matrimonie con el indiano. Acaba yéndose con la niña y la familia a Valencia, pensando en cambiar de vida. Roba alguna joya para ir tirando o viaja a Madrid para algún golpe más serio. Mientras tanto, ha muerto el Rey y estalla la guerra carlista. Los liberales en el poder ya no tratan con delincuentes, los persiguen. Y Candelas comete dos atracos políticamente incorrectos: en apenas unas horas, asalta a la modista de la Reina en su taller, y al embajador de Francia y su señora en una diligencia. Orden de caza. Huye con Clara a Inglaterra, pero al llegar a Gijón, ella dice que no se embarca. Regresan a Madrid y allí lo detienen. Condenado a muerte por más de 40 robos y también como símbolo de la truhanería, el juez le pregunta si tiene que decir algo sobre la sentencia: -Sí, Señor Presidente. Que, aunque tardía, la encuentro muy puesta en razón.

Constancio Bernaldo de Quirós, en La Picota. Figuras de delincuentes, atribuye a Candelas en el cadalso el detalle de fijarse en que al verdugo le faltaba un botón del chaleco. Antonio Espina, autor de una biografía deliciosa a finales del primorriverismo, en el estilo de Gómez de la Serna, le adjudica esta última frase al pie del garrote y dirigida al respetable: -¡Patria mía, sé feliz!

Así pasó a tiempo a la Historia el más famoso de los delincuentes románticos. Un poco más y ajustician a un burgués que quería ser decente. Con 31 años, Luis Candelas andaba ya en coplas, donde ha quedado.

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